jueves, 3 de mayo de 2018

X. LA CONCIENCIA DE UN TIEMPO. LA CASA FRENTE A LA ESTACIÓN.

LOS OBJETOS DE LA MEMORIA.

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo.

                                                      (William Wordsworth)

Al cesar la influencia anestésica de la costumbre, empezaba a pensar y a sentir, que son cosas tan tristes (...). Porque la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en una brisa húmeda de lluvia, en el olor a cerrado de un cuarto o en le perfume de una primera llamarada: allá dondequiera que encontremos esa parte de nosotros de que no dispuso, incluso que desdeñó nuestra inteligencia, esa postrera reserva del pasado, la mejor, la que nos hace llorar una vez más cuando parecía agotado todo el llanto. ¿Fuera de nosotros? No, en nosotros, por decirlo mejor, pero oculta en nuestras propias miradas, sumida en un olvido más o menos hondo. Y gracias a ese olvido podemos, de vez en cuando, encontrarnos con el ser que fuimos, y situarnos frente a las cosas lo mismo que él, y sufrir de nuevo, porque ya no somos nosotros, sino él, y él amaba eso que ahora nos es indiferente. (Marcel Proust)


Parte de atrás de la casa que daba al huerto y a los lavadereos bajo la escalera de piedra.

 Lado sur
En el pasado, una vida rural campesina, dependiente del ganado y del campo con escasos recursos motorizados, como existen actualmente, era tremendamente dura pero al mismo tiempo se vivía intensamente en todos sus espacios y entornos, estimulaba los sentidos y la observación de la natureleza pero, además, soportaba mejor la escasez de recursos económicos. Sin embargo las familias con algún poder adquisitivo que procedían de las ciudades y pasaban en ella los veranos pero que aún así tenían una economía muy controlada, buscaban en esa vida rural el disfrute del colectivo familiar sin exceder el gasto. Y con esa finalidad se invirtió el dinero que llegaba de manos del tío Ernesto emigrado a Acapulco a los 17 años en construir la casa Azaola, como un lugar utópico que diera vida a una explosión de experiencias de los sentidos compartidos por una familia que, en los momentos de mayor ocupación, reunía hasta dieciséis personas. 

La vida en esa casa tenía todavía muchos ritmos del s. XIX. Para poder mantener la armonía organizativa, cada miembro de la familia se ocupaba del control de una parcela doméstica: el padre podaba los árboles y las hierbas del huerto o recogía avellanas o embotellaba el vino para la despensa; las niñas solíamos ayudar a regañadientes; la madre se ocupaba de las compras y de la cocina; la tía encendía la cocina de leña y preparaba desayunos y meriendas, además quitaba el polvo al suelo entarimado, también ayudaba en la cocina a la hora de comer; la abuela se levantaba la última y se sentaba a leer el periódico o a escuchar novelas radiadas pero también tenía su parte de responsabilidad: por la noche, a eso de las 8, se paseaba por toda la casa cerrando ventanas y atravesándolas con unas barras de hierro que actuaban como seguro. 
 
Las comidas eran frugales y siempre con ingredientes del huerto. En los primeros platos siempre había o vainas con patatas o guisos de patatas con puerros o con carne o arroces de distintos tipos acompañados de fuentes de tomates o ensaladas; en los segundos carne y eso sí, muy buen pescado. Por supuesto el postre estaba siempre servido por frutas del tiempo. Por la noche sopas y tortillas también con ensalada. La carne generalmente había que encargarla al pueblo de al lado, Murguía, e ir a recogerla, y el pescado llegaba en una furgoneta, la de Atanasio,  que se paseaba por los pueblos de la zona. Para todo lo demás contábamos con tres tiendas, la de Evelio, la de Eladio y la del sastre Heraclio.
 
Tienda del sastre Heraclio. Foto: Lola Montes Amuriza.

Antes de la llegada de las lavadoras automáticas, se lavaba la ropa en el lavadero, y para eso o para fregar los platos y planchar con planchas de hierro calentadas sobre la cocina de leña se contrataba a alguien del pueblo. Por otra parte, Martín Izarra, un lugareño muy apreciado por la familia, cuidaba de tener el huerto y los árboles frutales sanos y productivos. También se contaba con la ayuda de Justo Ugarte y su familia. Hubo un año en que la producción de ciruelas claudia fue tan abundante que la cocina se llenó de actividad mermeladera. Las tardes se dedicaban al paseo o a jugar a las cartas.  Las niñas nos perdíamos por la casa, por el desván o el sótano, o por el huerto y la arboleda, y aprendíamos y disfrutábamos envueltas en constantes juegos y estímulos naturales con plantas y animales pero también observando a los mayores. Nadie nos vigilaba, tan solo  teníamos que acudir a la cita de la merienda y la cena. A medida que íbamos creciendo los periodos de juego en la casa eran cada vez menores. Contábamos ya con pandillas de amigos y realizábamos excursiones a los montes cercanos o a las grutas solitarias donde nos deslumbraban las estalactitas y estalagmitas, los murciélagos o los cadáveres de alguna que otra cabra. Nos encantaba también visitar el cementerio al anochecer, y correr, asustadas, al primer sobresalto provocado por algún colega malicioso. "La emoción que provocaba el miedo" la vivíamos también en tardes de tormenta eléctrica donde no caía ni una gota de agua pero donde se hacía la noche mientras el cielo, que en noche serena dejaba descubrir hasta la Vía Láctea, se llenaba de truenos, relámpagos y rayos. La fragilidad de las instalanciones de luz de la época también provocaba la osuridad en el interior de la casa que se suplía con alguna velas estratégicamente dispuestas. En esos momentos siempre había alguien dispuesto o dispuesta a contar historias de cementerios y apariciones que nos convulsionaban el ánimo pero que nos encantaban.

Era una casona muy cómoda y espaciosa porque en ella la decoración era esencial: sólo aquello que fuera absolutamente imprescindible para el desarrollo colectivo de la vida cotidiana. Arquitectónicamente no tenía un valor excesivo pero su distribución interior permitía el movimiento de quienes la habitaban por espacios muy amplios. Dos pisos, una buhardilla y un sótano-vivienda, destinado en su día a los que debían hacerse cargo de su mantenimiento y servicios. En la distribución, no había recovecos: un pasillo muy ancho de este a oeste y a los lados dieciséis habitaciones dobles entre los dos pisos; de ellas, dos comedores, uno para la vida diaria y otro para los festivos con sendos relojes de pared, necesarios para marcar el paso del tiempo, y cuyo sonido destacaba en medio del silencio de la casa cuando no lo sobresaltaba el bullicio; una cocina, un salón, con una terraza orientada al sur, y dos baños, uno por piso, pero ducha solo en el de la planta baja. Las diez restantes, dormitorios dobles. Los muebles, contados: camas enormes con colchones de lana, un tocador y un armario. Los niños no almacenaban juguetes, ni objetos por el estilo porque la vida en el entorno de la casa era tan estimulante que no los necesitaban. El sótano, ya en la última época, estaba deshabitado y se usaba como bodega de vinos de Rioja o para que los jóvenes hicieran sus pinitos en la cocina haciendo rosquillas. Eran una tardes estupendas en las que solo había diversión y premio al finalizar la tarea y disfrutar de una deliciosas rosquillas con chocolate. La buhardilla, un lugar polvoriento y lleno de trastos donde subir de vez en cuando y salir corriendo de miedo ante cualquier sonido sospechoso. Durante la noche, cualquier crujido procedente de ese lugar paralizaba de miedo a las niñas que dormían debajo.


Reloj comedor pequeño
Reloj comedor grande

Ya fuera de la casa, un jardín sencillo la circundaba. Por detrás, orientado al oeste, un espacio grande destinado al huerto y los árboles frutales. Bajo la escalera de piedra que bajaba al huerto dos lavaderos grandes. Al principio no había lavadoras y se contrataba a una persona que venía a lavar Y en la zona norte, lo que llamábamos “la campa”, donde estaba la leñera, el antiguo palomar y otros recintos que, en su día, habían albergado otro tipo de animales. Al fondo un garaje donde se guardó durante muchos años un viejo coche de época del tío Víctor. En “la campa” se organizaban también comidas familiares y, el día festivo en que se hacían, la casa era un continuo trajín de bajada de mesas, platos y sillas, que las niñas disfrutaban más que nadie. Allí se hacían paellas y una bebida muy celebrada de vino, agua y frutas que se escarchaban en una heladera durante un buen rato y que nosotros llamábamos “garrafa”.
 
 
                                                   Coche tío Víctor


Coche tío Víctor
Heladera antigua donde se hacía "garrafa"
 
Éramos una familia muy bulliciosa, hablábamos alto y cruzábamos a menudo conversaciones. A la casa llegaban siempre visitas, en ella se acogía a todo el mundo. Cada año la visitaban incluso un mendigo itinerante, que viajaba en trenes locales para visitar a las familias que le daban limosna y al que se invitaba a pasar y tomar un refrigerio antes de marchar con su óbolo. También la visitaba el cura del pueblo, quien se sumaba a las partidas de cartas de la abuela y la tía. El día de las visitas sabíamos que la tía nos iba a dejar sin desayunar nata de la leche para hacer pastas riquísimas que ofrecía a sus invitados. También acudía la maestra, doña Marce; un joven jesuita, Víctor (con el tiempo colgaría los hábitos para casarse), que bajaba en un carro arrastrado por un burro, el burro Perico, desde el "Chalé de Oriol" -hoy también en estado de completo abandono-  con el cometido de recoger el correo pero que, como hijo de una íntima amiga de la tía Dolores, se paraba siempre a hacernos una visita; unas también acudían íntimas amigas de la familia, doña Lola y su hija Milagro, o la anciana Rita, que venía a matar los pollos, y a la que las niñas mirábamos con curiosidad y recelo, escondidas tras una pared para observar cómo ejecutaba su macabro oficio. Rita tenía poco pelo y se confeccionaba un moñete al que le daba volumen con un estropajo de esparto. 

Visita recurrente era la de una vendedora de queso fresco de Burgos que llegaba en tren con los quesos envueltos entre hojas de morera, o el lechero. De La Rioja se traía cada verano en tren una barrica de vino que luego se procedía a embotellar y almacenar en el sótano, costumbre que recordaba la profesión de comerciante de vinos del abuelo Cipriano. Otra de las actividades obligatorias, además de la de embotellar el vino, era la que ordenaba nuestro padre para recoger la fruta y las avellanas del huerto. Esa actividad la hacíamos con mayor desgana pero sólo si se hacía bien el trabajo se nos daba libertad para campar por el pueblo con nuestras pandillas. Además de hacer rosquillas con permiso de la tía Dolores, nos encantaba ir a las casas con avellanas a coger avellanas pero sin permiso y en aluna ocasión habíamos acabado en el cuartel de Guardia Civil sin mayores consecuencias. A nuestra casa también íbamos pero en este caso era la abuela la que salía a una terraza que daba al huerto con la escopeta de caza del tío Juan para amedrentarnos sin saber exactamente quiénes eran los que realizaban la tropelía. Naturalmente desistíamos de soliviantar el ánimo de la abuela.

La casa estaba frente a la Estación y muchas veces se sabía la hora por el pitido de tren que llegaba. No era raro escuchar a la tía  Dolores: “¡Hora de comer! Ha llegado el Correo de las dos”. Y cuando llegaba la barrica de vino, la traían rodando por el camino de tierra.

La llegada de la barrica de vino.  
 
La cocina era un completo festival porque dar de comer a dieciséis personas no era fácil porque tampoco había mucha variedad de cazuelas. Abundaban las de barro y las de hojalata esmaltada de color marrón; se fregaban con los estropajos de esparto y pastillas de jabón lagarto (nadie sabe cómo apareción una vez en el guiso de carne uno de los estropajos de la cocina pero fue motivo de fuertes amonestaciones). Del techo pendían los famosos atrapamoscas pegajosos, de color amarillento que atraían a esos insectos quedando atrapados en ellos -"la mosca fue a la miel, y no para su bien"-. De la comida se encargaban la tía Dolores y nuestra madre Begoña, una estupenda cocinera, con la ayuda de una mujer del pueblo que luego recogía la cocina. Normalmente se hacían grandes pucheros de guisos diversos y mucha verdura y fruta que se recogía del huerto. Como único festín excepcional se encargaba a alguien que fuera a Bilbao que trajera una gran bandeja de pastelillos o bollos de nata de la famosos pastelería Zuricalday.

De la limpieza de la segunda planta se ocupaba la tía pero era una tarea no demasiado complicada porque había poco mueble para quitar el polvo, y al suelo encerado se le pasaba y traspasaba unos paños bajo los pies de la tía mientras caminaba. La planta baja la hacía una asistenta que la enarenaba cada cierto tiempo. Se encendía a primera hora la cocina de leña para calentar el agua del baño y para que estuviera lista a la hora de cocinar. La ducha no la podíamos usar todos los días porque el agua caliente no daba para todos, así que había horario estrictos que cumplir para un aseo integral, y, cuando alguien salía, tenía la obligación de gritar "¡libre!" para avisar al siguiente de que podía disponer del baño. Después de comer, aprovechando el calor de la cocina de leña, se solía planchar con planchas de hierro que se calentaban en ella. Otras compras se encargaban a las tiendas del pueblo pero como no había grandes frigoríficos -al principio sólo la fresquera y, con los años, un frigorífico pequeño- prácticamente se gestionaban a diario. Para desayunar la tía Dolores solía hacer pastitas de nata fresca de la leche hervida y almacenada en la fresquera durante dos días hasta que sacaba la capa gruesa de nata a la superficie del perol. Y si no había que hacer pastitas, comíamos la nata untada en pan con azúcar. Recuerdo cómo nos levantábamos a toda prisa para no quedarnos sin nuestra ración de nata. La mañana era bulliciosa, llena de conversaciones cruzadas que no molestaban porque los espacios eran amplios. La tarde, mucho más silenciosa, porque los mayores se dedicaban a los paseos por el campo y las niñas a jugar en el pueblo con sus pandillas.

Más o menos así era el frontal de la cocina.
Utensilios de cocina, la mayoría de aluminio esmaltado.
Planchas de hierro y plancha eléctrica posterior.

La familia conversaba mucho, siempre contando historias de todos sus miembros o de gentes conocidas. Incluso, ya en la ciudad, todos ellos seguían la costumbre de sentarse los días festivos, sobre todo, a charlar de sus cosas en una salita. También eran aficionados a retratarse continuamente. De ahí la cantidad de fotografías que hemos heredado. Los días de tormenta, con fuertes rayos y truenos, se iba la luz y nos reuníamos todos en la oscuridad incentivando el relato de las historias de miedo, aunque la abuela solía aprovechar para hacernos rezar el rosario, sobre todo a los niños. Esa era otra obligación que acatábamos a regañadientes. Y es que a la abuela se le tenía mucho respeto. Una vez que una pareja de primos se pelearon y la prima levantó la voz al marido, la abuela se dirigió a él y le dijo "Ten paciencia, hijo", así se zanjaban las discusiones, no había contrarréplica. 

Cuando llovía, y si no había ninguna orden que cumplir, había que entretenerse con algo, así que las niñas nos ocupábamos unas veces en jugar a las cartas o en hacer arcos y flechas con ramas de avellano, hipnotizar gallinas, podar los arbustos, descubrir colmenas de abejas que se instalaban sistemáticamente, cada año, en uno de los miradores de la fachada, vigilar a los tordos que se comían las cerezas, o descubrir toda clase de bichos aflorando de la tierra, incluidas las hormigas voladoras de los días muy calurosos. 

Un año coincidieron en la casa las domésticas que tenían los dos grupos familiares: el de Bilbao y el de Barcelona. A ellas se les asignó una habitación, la de la fresquera, en la planta baja. Un día se oyeron unas voces en el pasillo y algunas de las niñas bajamos a ver qué pasaba. En esa casa no solía haber secretos porque todo se trataba en voz alta. La voz dominante era la de la tía que hablaba ciertamente escandalizada con las dos muchachas. Ellas comunicaban que se despedían y portaban sendas maletitas. Parece ser que se habían enamorado y estaban decididas a marchar e iniciar una vida juntas. A la tía, dada su educación familiar, todo estos asuntos le parecían escandalosos y cuando ya habían pasado, se limitaba a no hablar más de ello, sólo exclamó, en tono de reprobación, "Jesús!". Cuando a mí me detuvieron por manifestación estudiantil en diciembre del 68, contra Franco, supongo que su educación de derechas no les permitió comprender esa situación pero también sometieron su actitud al silencio. Esa era la única y no, por ello, menor censura que se permitían, era su castigo al contrario, pero nunca pontificaba haciendo extensible la intolerancia al resto de la humanidad que no compartía sus valores católicos. La abuela y ella había sufrido lo suyo como para juzgar a los demás. Y sabían que la familia de su padre Montes o la de nuestra madre Amuriza tendían a los valores liberales o republicanos. Del tío Juan Montes Gorostiaga, que murió en un penal franquista para maestros y profesores en Gijón, tampoco se hablaba, y muy poco, o casi nada, del padre Luis Montes Gorostiaga.

Nuestro padre, Alberto, nunca compartió los fervores religiosos de los Azaola, y menos después de casarse con nuestra madre. Quizá se sentía más próximo al talante liberal de su padre. Eso sí cuando estábamos a punto de ir a Izarra y compartir la vida con la abuela y la tía, nos asesoraba para que allí respetáramos a su madre y fuéramos a misa. Simplemente se trataba de adoptar conductas de disimulo o de teatro, simplemente mostrando el respeto a los mayores. Después de tener cuatro hijas con mucho carácter, se limitaba a verse a sí mismo procedente de una familia "carca" que tuvo que hacer muchos esfuerzos por adaptarse algo a los tiempos, y a la vida de Barcelona en la que nunca encajó del todo. Y es que la huella profunda de la guerra dejó en él un poso de melancolía y pesadumbre que, salvo algunos momentos breves de felicidad, arrastró toda su vida. En cambio, nuestra madre, Begoña, como buena contadora de historias, muy buena memoria, por su afición a la historia, y buen sentido del humor, hacía las delicias de quienes la escuchaban. Era la transmisora de todas las vidas de familia, de la suya y de las de nuestro padre.
 
En las fiestas del pueblo, además de participar en bailes populares, la maestra doña Marce montaba pequeños situaciones teatrales ayudada por Adela Ruiz de Aguirre, en vestuarios, y Juan Cruz Saralegui en diseño del decorado. Otras veces montábamos obras de teatro en los llamados Sindicatos, un edificio del Ayuntamiento que ponía a disposición para actividades culturales. Esos momentos que nuestro padre fotografiaba eran de esos que le producían la máxima felicidad. Adela Ruiz de Aguirre nos distraía los veranos enseñándonos a hacer guirnaldas o disfraces para las fiestas. Sus antepasados emigraron también a Méjico y su marido Valentín García de Cortázar tuvo también una familia que iniciaron otro camino vital en Chile.
 

 Visita de doña Marce, la maestra. El tío Juan, mamá, la tía Dolores, mi hermana Maribel de pequeñita y la abuela junto al lavadero



Fiesta en el jardín de los Saralegui. Foto de Alberto Montes.

Disfrutando de conversaciones en la terraza con las abuelas y Milagro Fuente. Lola peleando con su madre


La Estación de Izarra cuando paraban los trenes.

Las hermanas jugando al Badmington



Doña Lola, madre de Milagro Fuente, y doña Marce, la maestra.

Años 50. Día de misa. Los hombres detrás, las mujeres delante. Alberto Montes al fondo con chaqueta clara.

Beatriz y Lola jugando a las cartas.

Tertulia en la terraza con los Wolf.

Reunión en la terraza con las abuelas y Milagro Fuente
Comida en la campa con los Saralegui

Comida en "la campa" con "garrafa" incluida


 




 
                   Con Martín Izarra y los bueyes en el huerto.

                              Tertulia en la campa. La abuela leyendo el periódico
 
Los últimos años la casa se iba vaciando. Los jóvenes crecían y buscaban nuevos horizontes y las abuelas flaqueaban en fuerzas así que podía preverse el abandono definitivo de ese mágico lugar porque, sobre todo, había que empezar a adaptar la casa a los nuevos tiempos y no había seguridad de poder mantenerla y saber quién se iba a ocupar de ella. Una de las últimas fotos en la escalera de bajada al lavadero anuncia la llegada de nuevos retoños que ya no podrán disfrutar de los máginos veranos de padres y abuelos.

  Una de las últimas fotos. El cuñado Xavier Wolf su hijo Philippe y su sobrino Pedro Salazar.  
 
Y como el tiempo todo lo cambia, incluso lo deteriora, estas páginas quedan como recuerdo de una vida antigua que, seguramente, apenas existe hoy, sumergida en los entretenimientos tecnológicos, con familias recluidas en habitaciones cada vez más estrechas, o buscando el disfrute en viajes masivos organizados por agencias al extranjero. La gente entonces vivía a ritmos mucho más lentos que los actuales y disfrutaban de los minutos del relojero en contacto con la calle y la naturaleza. Casi todos los ciudadanos tenían o alquilaban una casa en el mundo rural y los pueblos tenían un crecimiento sostenible pero aguantaban y no se abandonaban. Los niños y niñas no necesitábamos juguetes porque nos dedicábamos; también íbamos a recoger setas o a capturar cangrejos en los ríos hasta que lo prohibieron; a cuantas tareas nos ordenaban sobre todo a recoger fruta o avellanas. También nos dejaban hacer rosquillas en el sótano que luego disfrutábamos todos. Otras veces íbamos de excursión a explorar cuevas, abundantes en la zona; a podar algunas flores del jardín o a jugar a lo que se llamaba allí "charranca" pintando con una piedra en el suelo el dibujo sobre el que saltar; también nos entretenía jugar a las cartas o saltar a la cuerda o hipnotizar gallinas. Pero lo que sí es cierto es que a ninguna nos importaban las muñecas o los muñecos, o los quilos de juguetes y peluches que tiene hoy niños y niñas, y mucho menos los móviles y los videojuegos. 


Volviendo a la casa de la felicidad, allí, al final de un camino casi sin nombre, envejece la casa por falta de familias numerosas que la ocupen y la revitalicen. Pero toda esa felicidad queda en nuestra memoria, a través de fotografías de nuestro padre donde no se posaba con sonrisa ficticia sino que se intentaba con ellas recrear ambientes tal y como sucedían en el tiempo y el espacio. Así que debemos agradecer a la tierra de Acapulco, a los esfuerzos del tío Ernesto, en particular, y de la familia Azaola, en general, quienes, a pesar de los sufrimientos ocasionados por la Guerra Civil, siguieron con su proyecto de vida que fue el de generar felicidad con el dinero obtenido del  llamado"comercio con las américas" de gentes de alma sencilla.